viernes, 19 de febrero de 2010

La perra tenía razón

Ella, con aires de distinta y sobre todo, ansias de distinta, mechaba algo de francés cada vez que podía.

Se decía, hacedora de hombres y, hasta daba la bienvenida a sus estúpidas discípulas en esos temas. Conciente o inconcientemente, intentaba hacerlas a su imagen y semejanza. Los ponía el espejito y, en cierta forma, les deseaba que les pasara lo mismo que a ella.

Era parte de una de esas ridículas religiones sectarias donde ser “de los nuestros o de los otros” marca un abismo de distancia.

Una de esas religiones donde la verdad es “a la carta”, donde los hechos se pueden trastocar y tergiversar según el efecto deseado o la necesidad del momento.

Esas doctrinas donde, el fin justifica los medios, aún cuando estos implicaran mentiras de larga data, omisiones descaradas y demonización del otro para limpiar las propias culpas.

Ella era atractiva. Tenía seguidores y admiradores que, casi se puede decir, la adoraban.
Aún así, su mirada y hablar cansino, denotaban algo de tristeza.

Su preocupación por la estética, a pesar de sus largos 40 y su vocecita de histérica que quiere que la follen, a diario, le proporcionaban un lado patético que iba bien con su esencia.

Con muchas historias para contar y de conversación interesante, sin nunca convertirse en Santa de su Devoción, él llegó a quererla y, a veces, apreciar su compañía.

La realidad, para estas gentes, es algo relativo. Su concepción filosófica casi los obliga a mentir o, dicho de otro modo, vivir universos paralelos, vidas paralelas, emociones paralelas.

Las cosas no son lo que son, sino Otra cosa. El deseo, es deseo de lo Otro.
La vida social, publica o relacional puede, o no, ser similar a la vida de análisis. La impostura y semblanteo es moneda corriente en su actuar.

Alguna vez él fue presa de sus ataques.

Le dio pavor notar como usó todo lo que estaba a su alcance para ponerlo en su contra.
Cosas privadas que él alguna vez narró bajo promesa tácita de discrecionalidad, descontextualizaciones vergonzantes. Omisiones cínicas y desfachatadas.

Pero, a pesar de su accionar cuasi delictivo, hubo algo en lo que la perra tuvo razón.

En una de sus estocadas, la perra trastocó orgullo con vanidad.
Si, eso de cuando uno dice “estoy orgulloso de vos” o “estoy orgulloso de mi familia” no es lo que todo el mundo entendería, sino que es Vanidad. El orgullo no es de lo otro, sino de uno mismo. El orgullo es narcisismo.

Inicialmente él se ofuscó por la aseveración. No lo podía entender. Algo tan común como el orgullo, no era lo que el “pueblo” entiende, algo digno de ser sentido, sino todo lo contrario, algo malo, mesquino y egoísta. El orgullo es no sobre el otro, sino sobre uno mismo. Él se quería a él mismo, sin importarle lo que le producía el orgullo.

Finalmente, y con el paso del tiempo, él la entendió. La perra tenía razón.
Sí, el orgullo era narcisismo, Vanidad, Jactancia y muchas otras cosas negativas.

Narcisismo de sentirse único.
Vanidad de sentirse digno de ser respetado.
Jactancia de sentirse valorado.
Engreimiento de creerse irremplazable.

Y sí, dijo él,

“yo estaba orgulloso , porque creía que podía calmar sus penas, ser respetado, valorado y querido.”

Nada de eso pasó.